Cuando
entré a la preparatoria y decidí que mi vida sería la publicación, por medio de
cualquier medio que se dejara invadir, me puse metas drásticas. Tomé a Rimbaud
como parámetro y me dije que si él había podido comenzar (y lamentablemente
terminar) una carrera como autor en su adolescencia, yo también podría lograrlo
en un lapso corto. Como lector tardío, y como escritor aún más tardío, me fijé
como meta los 25 años de edad para tener
un libro publicado y dentro de mi angst gótico
determiné como consecuencia al fallo lo más drástico: Publicar o morir.
Mi cumpleaños número 25 vino con
muchas buenas sorpresas y con otras malas, pero ninguna de ellas fue un libro
que presumir, aunque sí la promesa de un par. Y si no hubiera sido porque fue
el año en el que me convertí en un profesional del cómic, por decirlo de cierta
manera, habría resultado laboralmente devastador. Un premio, algo de dinero,
muchas nuevas puertas abiertas y algunas malas experiencias me motivaron a
darme permiso por unos años más, y unos años más pasaron ya.
Ahora, a mediados de 2013, con
27 años de edad y contando, metido en otros proyectos y con un abanico raro de
cosas en mi CV, obtengo lo que quería como parte de un buen comienzo: “Trece
cuentos sin gatos”, mi primera compilación de narrativa breve. Incluye relatos
viejos y algunos nuevos. Unos cuantos que se han reescrito más de cuatro veces,
otros salieron de sentón (y hasta dos el mismo día) y algunos más
fueron ideas para novelas, o cuentos más largos, y terminaron recortándose
por amor a la brevedad.
Este es mi primer libro de
cuentos, no el último y no el último formato en el que se publique. Mi siguiente
meta es moverlo en papel para que los amantes de la pulpa y la tinta puedan
tenerlo entre las manos.
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